Cuando
el Antiguo Testamento narra la unción de Saúl, nos presenta su encuentro con un
grupo de inspirados, una turba extática que baja del monte cantando, bailando y
danzando, y en aquel momento lo arrebató el Espíritu y se convirtió en otro
hombre (1Sm 10,6). El Espíritu, por lo tanto, altera, provoca cambios,
transforma, empuja a una ruptura de límites.
De
los discípulos de Jesús, después de hacer la experiencia del Viviente, la gente
decía: “Están bebidos” (Hch 2, 1-13). La ebriedad se convierte en una imagen de
lo que acontece en la vida de alguien que ha encontrado en Dios su centro y
vive una experiencia de sobreabundancia, exageración y desbordamiento, de salirse de madre e ir más allá de lo que
el cálculo o la medida podrían aconsejar. En el fondo, es una manera de
participar de ese rasgo de Jesús que es el derroche y la desproporción: el vino
de Caná fue mucho más abundante del que hacía falta para la boda, en el signo
de los panes y peces sobraron doce cestos y la pesca de otro día fue tan
excesiva que casi se les hunde la barca.
Siempre
ha habido creyentes que han llevado ese exceso hasta el límite: Christian de
Chergé, prior de la Trapa de Tiberinas, comunidad de los monjes asesinados en
Argelia en 1996 (los de la película De
dioses y hombres). La Trapa era un lugar fuerte de referencia para
los pocos cristianos de Argelia en una situación de extremo peligro y
conflicto. La comunidad había tenido amenazas e invitaciones a marcharse pero
decidieron permanecer allí, con una decisión que, de alguna manera, estaba
fuera de toda prudencia, más allá de cualquier cálculo o medida (según lo que
nosotros solemos entender). Su prior, año y medio antes de su muerte, había
escrito este testamento:
“Si
me sucediera un día... y ese día podría ser hoy... ser víctima del terrorismo
que parece querer abarcar en este momento a todos los extranjeros que viven en
Argelia, yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi
vida estaba entregada a Dios y a este país. Que sepan asociar esta muerte a
tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato. Mi
vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos. Desearía, llegado
el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de
Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo
corazón, a quien me hubiera herido. […] Mi muerte, evidentemente, parecerá dar
la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista:
‘¡Que diga ahora lo que piensa de esto!’ Pero éstos tienen que saber que por
fin será liberada mi más punzante curiosidad. Entonces podré, si Dios así lo
quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con Él a sus hijos del
Islam tal como Él los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo,
frutos de su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será
siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con
las diferencias. Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos,
doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este gozo,
contra y a pesar de todo. A ti también, amigo del último instante, que no
habrás sabido lo que hacías. Sí, para ti también quiero este GRACIAS, y este
‘A-DIOS’ en quien te veo. Y que nos sea concedido reencontrarnos, ladrones
bienaventurados, en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y
mío. ¡AMÉN!”. (Argel, 1 de Diciembre de 1993. Thibhirine, 1 de Enero 1994).
Estas
palabras que dan la impresión de brotar de alguien que está ebrio, que no está
enteramente en sus cabales, hacen pensar en el poema de un sufí que dice:
Ellos
me dijeron:
te
has vuelto loco a causa de aquél a quien amas.
Yo
les contesté:
El sabor
de la vida es sólo para los locos.
Tomado de Pastoralsj